A
veces ya no recibimos noticias de
alguien. Después del último mensaje
enviado a quien nos declaraba su cariñosa amistad, a quien hemos
hecho alguna pregunta relacionada con nuestras necesidades y anhelos
o a quien nos ha prometido algo, nos damos cuenta, al cabo de un buen
tiempo, que ha hecho mutis, que ha desaparecido como desaparecen las
hojas de los árboles, con la diferencia de que no regresan más en
ninguna primavera.
A mí me ha
pasado que una amistad me invitó a publicar un artículo en un libro
colectivo. Lo escribí con esfuerzo y dedicación, lo envié, me dijo
que estaba perfecto y al final no tuve más noticias, pese a pedirlas
por correo. Creo que yo tenía todo el derecho de saber si al final
se había publicado o no mi trabajo. No me quedó más remedio que
buscar en Internet y ver que el libro se había publicado, pero sin
mi artículo. Tuve una gran desazón por no haber aprovechado mi
escrito en otra parte, siendo entonces el año conmemorativo del
autor que había estudiado. Desde entonces, hace cuatro años, no he
recibido ningún tipo de mensaje de esa persona.
También me
tocó esperar desde el lado contrario, coordiné un libro y me quedé
esperando la respuesta de participación de muchos, conocidos todos,
y de otros tantos que prometieron con entusiasmo enviarme un
artículo. Esperé extendiendo largamente el tiempo de publicación,
pero nada: ni artículo ni disculpa. Luego, como si hubiera
desaparecido esa circunstancia del mapa de nuestras vidas, siguieron
saludándome tan tranquilos preguntándome si estaba yo bien.
En otra
ocasión, le pregunté a otra persona, colega, sobre la posibilidad
de publicar en su editorial. No contestó. Pasaron los años y volvió
a entablar plática conmigo vía electrónica. Esa vez no quise hacer
como si mi petición nunca hubiera existido y volví al tema: “Te
acuerdas que alguna vez te pregunté por la posibilidad etc., etc.”
Volvió a salirse por la tangente. “¿Ahora en dónde trabajas,
Octavio?”, me preguntó y siguió con otros temas.
Como estos
casos, puedo citar otros ejemplos más o menos indignantes que
prefiero no recordar.
Al cabo de
los años, afortunadamente, la aprehensión por resolver cuanto antes
todo lo que no entiendo ha aminorado significativamente y se ha ido
convirtiendo en una especie de respeto a la forma de ser de los
demás. Así procedo, respetando el silencio, o la ausencia, y
tratando de dejar intacta la amistad. Espero, aunque sé que la otra
persona ya no piensa aparecer y sigo respaldando a algunos, aunque no
quieran ya nada de mí.
No he
descartado la posibilidad de que haya hecho mis peticiones de forma
inadecuada. Me acerco bastante a las características del Asperger. A
veces me retraigo, o soy demasiado formal o entro en confianza
amistosa con quien no debo; también suelo ser muy malo leyendo entre
líneas los mensajes de las personas. Quizá por eso suelo pedir
frases explícitas sobre el significado de algún gesto, mirada,
mueca, chiste, ironía o silencio que me permitan saber a ciencia
cierta lo que me quiere decir alguien. Muchas veces me he quedado sin
entender que me rechazaban rotundamente o que me invitaban a
compartir un acto maravilloso. No obstante, tengo el recato de no
exigirle nada a nadie, ni siquiera una respuesta.
Aunque ya
considero una costumbre generalizada en México, desde luego
deleznable, el silencio prolongado de quien nos debería responder
prontamente con un sí o un no –como si el tiempo o algo mágico lo
pudiera responder de verdad–, todavía me resisto a pensar en
términos de “así son los mexicanos”. Como sea, creo que
cualquier persona que valore su tiempo y su trabajo debería sentirse
indignada ante ese tipo de mal-trato.
La mala
costumbre de no contestar me parece, además de una falta de
carácter, una falta de buena educación. Y ya ni hablar de los que
te dicen sí (sí voy, sí lo hago, sí te quiero y todos los
posibles síes) cuando mentalmente están convencidos de que no.
¡Cobardes! Éstos pueden tenerte atento a su pequeñez por toda tu
vida, se creen vampiros, pero son unos pobres infelices que no saben
como andar por la tierra con méritos propios.
Nuevamente,
el destino me pone frente a la espera de una respuesta. No tengo
ningún problema con las negativas. Considero que hay que irse
trabajando paso a paso lo que uno quiere, pero no entiendo por qué
la gente se compromete con alguien para luego desaparecer. Nunca he
estado frente al teléfono o frente la computadora esperando una
respuesta, simplemente, al cabo de un tiempo, caigo en la cuenta de que eso que
tenía que pasar en el transcurrir de una negociación, no ha pasado.
Pero el tiempo a los irrespetuosos les parece nada, sobre todo el
tiempo de los demás; nada valen para ellos cuatro años, tiempo en
el que se puede estudiar una carrera que perfilará toda tu vida o te
haces veterano en un trabajo, ni los tres en los que puedes estudiar
un doctorado, ni los dos de una maestría, ni uno en el que nace un
bebé y lo sacas a pasear en su carriola, ni mucho menos seis meses
en los que escribes dos artículos estresadamente. Pueden pasar esos
años sin que el irrespetuoso pueda dar una sencilla respuesta.
Qué fácil
es decir desde el principio, “señor, mire usted, no se puede”,
o, “amigo, al final no entra tu artículo en este libro”, o
“colega, tus poemas no entran en el perfil de mi editorial” o
“cuate, no mandaré ninguna propuesta”, pero no son capaces.
Afortunadamente,
la esperanza existe: hay gente que sí contesta. Contrario a lo que
se puede pensar, siempre que he recurrido a una persona de grandes
méritos, muchas de ellas reconocidas internacionalmente, he obtenido
una respuesta. Me han dado respuestas negativas o afirmativas, de
unas cuantas líneas o de larga extensión, e incluso algunas muy
entrañables; pero todas comparten una gran característica,
¡suprema! (en algunos ámbitos más bien normal): han sido
respuestas más o menos inmediatas, según las circunstancias. Las
personas correctas existen, y las tendré siempre en alta estima, te
dicen frente a frente lo que piensan y te responden las preguntas
ahorrándote escritos como éste en los que uno busca el tiempo
perdido de la inútil espera.