miércoles, 11 de abril de 2018

GIRO 31 LA MALA COSTUMBRE DE NO CONTESTAR




A veces ya no recibimos noticias de alguien. Después del último mensaje enviado a quien nos declaraba su cariñosa amistad, a quien hemos hecho alguna pregunta relacionada con nuestras necesidades y anhelos o a quien nos ha prometido algo, nos damos cuenta, al cabo de un buen tiempo, que ha hecho mutis, que ha desaparecido como desaparecen las hojas de los árboles, con la diferencia de que no regresan más en ninguna primavera.

A mí me ha pasado que una amistad me invitó a publicar un artículo en un libro colectivo. Lo escribí con esfuerzo y dedicación, lo envié, me dijo que estaba perfecto y al final no tuve más noticias, pese a pedirlas por correo. Creo que yo tenía todo el derecho de saber si al final se había publicado o no mi trabajo. No me quedó más remedio que buscar en Internet y ver que el libro se había publicado, pero sin mi artículo. Tuve una gran desazón por no haber aprovechado mi escrito en otra parte, siendo entonces el año conmemorativo del autor que había estudiado. Desde entonces, hace cuatro años, no he recibido ningún tipo de mensaje de esa persona.

También me tocó esperar desde el lado contrario, coordiné un libro y me quedé esperando la respuesta de participación de muchos, conocidos todos, y de otros tantos que prometieron con entusiasmo enviarme un artículo. Esperé extendiendo largamente el tiempo de publicación, pero nada: ni artículo ni disculpa. Luego, como si hubiera desaparecido esa circunstancia del mapa de nuestras vidas, siguieron saludándome tan tranquilos preguntándome si estaba yo bien.

En otra ocasión, le pregunté a otra persona, colega, sobre la posibilidad de publicar en su editorial. No contestó. Pasaron los años y volvió a entablar plática conmigo vía electrónica. Esa vez no quise hacer como si mi petición nunca hubiera existido y volví al tema: “Te acuerdas que alguna vez te pregunté por la posibilidad etc., etc.” Volvió a salirse por la tangente. “¿Ahora en dónde trabajas, Octavio?”, me preguntó y siguió con otros temas.

Como estos casos, puedo citar otros ejemplos más o menos indignantes que prefiero no recordar.
Al cabo de los años, afortunadamente, la aprehensión por resolver cuanto antes todo lo que no entiendo ha aminorado significativamente y se ha ido convirtiendo en una especie de respeto a la forma de ser de los demás. Así procedo, respetando el silencio, o la ausencia, y tratando de dejar intacta la amistad. Espero, aunque sé que la otra persona ya no piensa aparecer y sigo respaldando a algunos, aunque no quieran ya nada de mí.

No he descartado la posibilidad de que haya hecho mis peticiones de forma inadecuada. Me acerco bastante a las características del Asperger. A veces me retraigo, o soy demasiado formal o entro en confianza amistosa con quien no debo; también suelo ser muy malo leyendo entre líneas los mensajes de las personas. Quizá por eso suelo pedir frases explícitas sobre el significado de algún gesto, mirada, mueca, chiste, ironía o silencio que me permitan saber a ciencia cierta lo que me quiere decir alguien. Muchas veces me he quedado sin entender que me rechazaban rotundamente o que me invitaban a compartir un acto maravilloso. No obstante, tengo el recato de no exigirle nada a nadie, ni siquiera una respuesta.

Aunque ya considero una costumbre generalizada en México, desde luego deleznable, el silencio prolongado de quien nos debería responder prontamente con un sí o un no –como si el tiempo o algo mágico lo pudiera responder de verdad–, todavía me resisto a pensar en términos de “así son los mexicanos”. Como sea, creo que cualquier persona que valore su tiempo y su trabajo debería sentirse indignada ante ese tipo de mal-trato.

La mala costumbre de no contestar me parece, además de una falta de carácter, una falta de buena educación. Y ya ni hablar de los que te dicen sí (sí voy, sí lo hago, sí te quiero y todos los posibles síes) cuando mentalmente están convencidos de que no. ¡Cobardes! Éstos pueden tenerte atento a su pequeñez por toda tu vida, se creen vampiros, pero son unos pobres infelices que no saben como andar por la tierra con méritos propios.

Nuevamente, el destino me pone frente a la espera de una respuesta. No tengo ningún problema con las negativas. Considero que hay que irse trabajando paso a paso lo que uno quiere, pero no entiendo por qué la gente se compromete con alguien para luego desaparecer. Nunca he estado frente al teléfono o frente la computadora esperando una respuesta, simplemente, al cabo de un tiempo, caigo en la cuenta de que eso que tenía que pasar en el transcurrir de una negociación, no ha pasado. Pero el tiempo a los irrespetuosos les parece nada, sobre todo el tiempo de los demás; nada valen para ellos cuatro años, tiempo en el que se puede estudiar una carrera que perfilará toda tu vida o te haces veterano en un trabajo, ni los tres en los que puedes estudiar un doctorado, ni los dos de una maestría, ni uno en el que nace un bebé y lo sacas a pasear en su carriola, ni mucho menos seis meses en los que escribes dos artículos estresadamente. Pueden pasar esos años sin que el irrespetuoso pueda dar una sencilla respuesta.

Qué fácil es decir desde el principio, “señor, mire usted, no se puede”, o, “amigo, al final no entra tu artículo en este libro”, o “colega, tus poemas no entran en el perfil de mi editorial” o “cuate, no mandaré ninguna propuesta”, pero no son capaces.

Afortunadamente, la esperanza existe: hay gente que sí contesta. Contrario a lo que se puede pensar, siempre que he recurrido a una persona de grandes méritos, muchas de ellas reconocidas internacionalmente, he obtenido una respuesta. Me han dado respuestas negativas o afirmativas, de unas cuantas líneas o de larga extensión, e incluso algunas muy entrañables; pero todas comparten una gran característica, ¡suprema! (en algunos ámbitos más bien normal): han sido respuestas más o menos inmediatas, según las circunstancias. Las personas correctas existen, y las tendré siempre en alta estima, te dicen frente a frente lo que piensan y te responden las preguntas ahorrándote escritos como éste en los que uno busca el tiempo perdido de la inútil espera.


No hay comentarios:

Publicar un comentario