Vivo en tres lugares. Hasta hace muy poco tiempo me había
dicho lo contrario: que en realidad no vivo en ninguna parte, que soy un eterno
exiliado, que ni de aquí ni de allá, o, como dicen algunos, que vivo en una
maleta. En este preciso momento, sin embargo, me gusta admitir que vivo al
mismo tiempo en tres lugares distintos y lejanos. En cada uno de ellos, me
esperan, me despiden, me disfrutan o me soportan mis más cercanos amigos y
familiares. Están aquí, ahí y allá mis libros con mis anotaciones, mis poemitas
perdidos en hojas sueltas, mis cuadernos, mis diplomas, mi ropa nunca olvidada
y mis fotografías.
Cada sitio,
por supuesto, busca echarme sus celosas amarras, el encantamiento de sus virtudes
o la revelación profana de sus calamidades, pero, lejos de sucumbir a las
márgenes absolutas, lejos de la jactancia o el lamento domocéntricos, rompo la
cuarta pared de las representaciones abominables y cruzo de un lado a otro con
una sencilla y humilde realidad en la mano: vivo en tres lugares distintos y
lejanos.
Descifro los
retablos de oro y las grandes ramas de la selva, me miran las grotescas gárgolas
y las colinas con sus infantiles tejados, me disperso en la montaña nevada, en
los castillos y en la urbe aglomerada por igual y siempre al mismo tiempo.